Hace unos meses, cuando aún estaba en la India, hice un viaje a Gokarna. Necesitaba unos días de vacaciones, y nada mejor para relajarse que un fin de semana en la playita. Un amigo, que también estaba libre, me acompañaría.
La noche elegida fuimos hasta la estación, nos montamos en el autobús y dormimos en nuestras literas hasta las siete de la mañana, cuando llegamos a Gokarna. Allí, en cuanto puse un pie en tierra, un cachorro delgadísimo enseguida se acercó a mí. ¡Qué ricura! Pero se le notaban todas las costillitas al pobrecito… Mi amigo y yo compramos unas galletas y yo le daba de comer mientras él buscaba un rickshaw para ir hasta nuestro hotel.
—Ya tengo uno —me dijo.
Me acerqué a él y, mientras hablábamos, Poochie, pues así le había bautizado, desapareció.
—Dame un minuto —le dije mientras le dejaba mi mochila—. Voy a darle el resto de las galletas a Poochie y ahora vengo.
¿Dónde estaba? No lo veía. A lo lejos distinguí a otra turista, otra mujer blanca que estaba en la estación. Y allí estaba él: Poochie me había reemplazado por otra gori, otra blanca extranjera. Poochie era muy listo, y sabía que tenía más posibilidades de conseguir comida de nosotras que del resto de personas que estaban en la estación.
Dejé las galletas en una esquina, le llamé para que las viera y me alejé.
—Me ha roto el corazón —le dije a mi amigo. Me miró sin comprender muy bien por qué de repente traía esa cara de tristeza. Le conté lo que había pasado y se rio. Quizás no debería haber confiado en la lealtad de un perro callejero al que acababa de conocer.